El evangelio de hoy se divide en dos momentos: la crisis y el abandono, y la adhesión del grupo más cercano a Jesús, los Doce. Para la mayor parte de los discípulos, las palabras de Jesús resultan intolerables. Sobre todo, cuando al Señor se le ve como un hombre y más si solo se le acoge desde el sentimiento u emoción. Por eso les recuerda a sus discípulos que no ha hablado como un hombre más, sino como el Hijo del hombre, que ha venido de Dios. Esta palabra es dura. ¿Quién puede escucharla? Lo que dicen los discípulos refleja la situación de la comunidad de Juan hacia fines del siglo I, pues no creían que la Eucaristía –encarnación de Jesús en nuestra realidad– supone y exige que seamos don para los demás; es decir, la gran preocupación que pasa por la comunidad es creer que se puede amar a Dios, pero sin referencia ni caridad al prójimo.
Jesús decepcionó a mucha gente, ya que no buscó la gloria para sí mismo. La realeza de Jesús consiste en donarse hasta agotar la propia vida. Por eso, es necesario que los seguidores de Jesús puedan encarnar en la sociedad, la familia, el trabajo y su entorno esa donación que hizo el propio Jesús. El gran problema que existe para aceptar y asumir esta verdad es que no prestamos atención a la identidad y a la naturaleza de las palabras de Jesús, porque es mayor la falta de fe y de desconfianza hacia su persona.
Luego de que muchos se alejaran de Jesús, la pregunta que le hiciera a sus discípulos también nos interpela hoy: ¿Ustedes también quieren irse? Pedro respondió: ¿A quién iremos, Señor? solo tú… Su respuesta identifica a todos los que, en todos los tiempos y lugares, ven que no hay otro camino, sino el de Jesús, que se encarnó y se hizo pan para la vida de la humanidad.
“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna” (Jn 6, 68).
P. Freddy Peña T., ssp