Jesús, al igual que el profeta Ezequiel, es víctima de la dureza de corazón de sus paisanos, pues la falta de fe, la resistencia a su Palabra divina y sus enseñanzas son un signo más del rechazo experimentado. Es sabido que, en las sinagogas de aquel tiempo, leer e interpretar las Escrituras podía ser realizado por un adulto que tuviera una cierta preparación. No obstante, esa tarea era considerada monopolio de los doctores de la ley y los fariseos por ser versados en las Escrituras y considerados como sabios por el pueblo.
El relato no describe el contenido de la enseñanza de Jesús, pero sí manifiesta lo que provocó entre los oyentes, porque del asombro pasaron a un rechazo del mensaje por la falta de fe. El Señor, con su fama de taumaturgo, es recibido con críticas, que se expresan en: ¿De dónde saca todo esto? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago…? Es decir, el “asombro” termina en escándalo, que es propio de quien se niega a reconocer a Dios en alguien sencillo como lo era la persona de Jesús. Es curioso, pero quienes frecuentaban la sinagoga eran personas religiosas que creían en Dios y conocían cómo obraba en favor de su pueblo. Hoy muchos dicen tener fe en Dios, pero son presos de los prejuicios y de la discriminación.
El gran “escándalo” es que un carpintero de origen humilde, que no tiene estudios ni menos es un rabino, se presente como un profeta. Si Jesús como profeta no fue aceptado por quienes lo conocían, entonces, como creyentes, no esperemos un mejor trato. El testimonio profético nace de una certeza fundamental: el mensaje no le pertenece al apóstol, es de Dios. El profeta, como enviado, ha de tener la humildad de quien sirve, la simplicidad en lo que enseña y la grandeza de lo que padece por testimoniar a Cristo.
“Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos… Y él se asombraba de su falta de fe” (Mc 6, 5-6).
Fredy Peña Tobar, ssp.