P. Fredy Peña T., ssp
El relato de la purificación del Templo profanado por los vendedores y cambistas es la confirmación de que con Jesús se instala un nuevo culto y que ya no está reservado a un pueblo o un lugar privilegiado. Porque amar e imitar a Jesús “en espíritu y en verdad” es, desde ahora, el verdadero culto por realizar. Es sabido que el templo de Jerusalén era la gloria máxima del judaísmo y la realización más representativa como centro de unidad. No obstante, con la persona de Jesús, las antiguas realidades son superadas y reemplazadas por realidades nuevas. En efecto, el agua, en el rito de purificación, es sustituida por el vino de la nueva Alianza (Bodas de Caná); y, el Templo antiguo, desplazado por el nuevo templo: el “Cuerpo de Cristo”. Dice Jesús: “no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. Sus palabras certifican la purificación del templo y proclaman la presencia del “día del Señor”.
Para Jesús, el Templo no es únicamente una casa de oración, sino más que eso, es la casa de su Padre. Porque no basta con reconocer y respetar la “casa de Dios”, ya que a esta se le debe culto tanto dentro como fuera de ella: “’Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 11, 28). En la actualidad, nos desborda e inquieta mantener la “Casa de Dios” hermosa, aseada, organizada y que la vida pastoral funcione a la perfección, en circunstancias que el exterior puede verse de lo más bien. Pero ese celo ardiente no sirve para nada si la vida interior y personal va por otro camino. Si Jesús echa a los mercaderes por haber hecho del Templo un lugar de comercio más que de adoración, es simplemente porque se han trastocado los valores. Es decir, el nuevo culto hacia su persona insta a una coherencia de vida entre lo que se dice y hace, y viceversa. Por tanto, el Cuerpo de Jesús, muerto y resucitado, se convierte en el lugar donde nos ponemos en contacto con él, no únicamente para “adorarlo” sino también para “imitarlo” y “ser” como él.
“Jesús les respondió: ‘Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar ’” (Jn 2, 19).
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