Todo el tiempo del Adviento nos remite a las venidas de Jesús, como su encarnación, y a aquellas “venidas” que van al compás de la historia personal y comunitaria. Pero también a su venida definitiva y gloriosa al final de los tiempos. Creemos que para saber vivir es necesario saber esperar y que toda espera, a veces, puede transformarse en un caminar sin fin. Se dice que no es buen soldado el que sabe combatir, sino el que sabe esperar.
La espera y las promesas de Dios fueron el tema principal para el pueblo de Israel, pero también fueron como un hilo conductor de su propio vínculo con él. Por eso la historia de Israel es la imagen de la evolución de cada creyente y la juventud de este último como el tiempo de las promesas. Los niños no se quejan de que el tiempo corre; al contrario, para ellos el tiempo pasa lentamente. No obstante, hay diversos modos de esperar. Cuando se experimenta que el tiempo corre velozmente es señal de que estamos envejeciendo y, por tanto, es diferente a cualquier otra espera.
Y en esa “santa espera” los creyentes no anhelan algo, sino a Alguien. No cultivamos una espera sino una esperanza. Cristo vino ayer y es cierto, pero viene hoy y vendrá mañana. Y esta afirmación es una noticia grandiosa. El gran peligro que corremos en esta espera es quedarnos dormidos en la monotonía espiritual y en la práctica de una caridad inerte. Esta es la hora para despertarnos y tomarnos en serio a Cristo, que viene y quiere alentar la vida cristiana. La venida de Cristo es inminente y él ya viene. Su venida se vislumbró a partir del anuncio de los profetas, desde la encarnación y también desde su resurrección. Por eso no vivamos alarmados ni aterrados, pero sí “expectantes” para no dejar escapar su paso por nuestras vidas. Si queremos recibir a Jesús hay que combatir, madurar y vivir, pero “activos” en su presencia.
“Tengan cuidado y estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el momento” (Mc 13, 33).
Fredy Peña T., ssp
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