El evangelio nos sitúa en la zona de Tiro y Sidón, tierra extranjera. Allí, Jesús es capaz de ir contra todos los prejuicios de la época. Porque para la mentalidad religiosa judía, la mujer cananea, por ser extranjera, era considerada impura y excluida. No obstante, llama la atención la sensibilidad de esta mujer-madre, pues el sufrimiento de su hija repercute en ella como si el dolor fuera suyo; por eso no pide piedad para su hija sino por ella. Además, su fe y valentía contrasta con la ceguedad y molestia de los discípulos, pues está decidida a ir contra todo y todos por amor a su hija.
Los ruegos de la mujer no son respondidos al momento y los discípulos intervienen pidiendo para que Jesús haga algo. Pero no lo hacen por ella, sino para que los deje tranquilos. Ante el silencio de Jesús, esta mujer pagana, anónima, suplica con insistencia su misericordia y lo reconoce: «¡Señor, Hijo de David!». Sin embargo, las palabras de Jesús son lapidarias: «He sido enviado a las ovejas perdidas de Israel». No obstante, la
fe de esta mujer es tan grande que termina por sorprender a Jesús y escucha sus ruegos.
Es decir, la acción milagrosa de Jesús trae un mensaje universal, que supera los nacionalismos, culturas y tradiciones. Si bien él ha sido enviado al pueblo de Israel para comunicarles la salvación, esta noticia no es exclusiva para los «hijos de Abraham», sino que es para toda la humanidad. Porque nadie es descartable para Dios. Además, la fe es un don que no se puede encerrar en fronteras, razas o condición social. En este sentido, la fe de la mujer cananea es modelo de oración cristiana, porque es humilde, persistente, dialogante e intercesora. Jesús incitó a la mujer a dar un salto cualitativo en su fe que ni siquiera sus coterráneos fueron capaces de dar y lo constata: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!».
«Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo! Y en ese momento su hija quedó curada» (Mt 15, 28).
P. Fredy Peña T., ssp
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