Las lecturas de esta Solemnidad, una vez más, son motivo de esperanza, alegría y admiración. Así, el libro del Génesis ratifica que el pecado es el compañero inseparable del hombre, y que, evidentemente, nunca ha sido ni es el plan que ha querido Dios para sus hijos. Por eso, anuncia que un hijo de mujer acabará con las consecuencias del pecado. Por eso, la Inmaculada Concepción de María es la manifestación absoluta de la gracia sobre el pecado. Es decir, desde el comienzo de su existencia, María fue preservada de todo pecado por el amor redentor de Dios.
Asimismo, en el evangelio, es saludada por el ángel no por su nombre civil, María, sino como la Llena de gracia. Esta forma de llamarla implica que la “gracia” de Dios se hizo presente en ella de un modo único e irrepetible, pues tuvo el privilegio de ser escogida para ser morada digna de engendrar a Jesús. Cuando pensamos en el “sí” de María al plan de Dios, pareciéramos contemplar un contexto casi de novela, ya que, sin reparos, toda su vida quedó comprometida. Su “sí” no fue algo espontáneo o lógico, pues no entiende lo que pasa y no imagina la idea de concebir un hijo si no conoce a varón. Por eso su respuesta es más espiritual que racional. A veces, en el camino de la fe, buscamos explicaciones racionales a los designios de Dios, pero se nos olvida que los criterios de Dios no son los nuestros como también que hay ciertos acontecimientos que solo pueden comprenderse a la luz de la fe.
María se dejó guiar por la fe y fue lo que la llevó a creer a pesar de que parecía imposible lo anunciado. Sin certezas humanas, supo acoger y esperar confiadamente el designio de Dios. Y no tuvo más certezas que tener una vida de oración y de unión con Dios para tamaño proyecto. Como creyentes, acudamos a María para que nuestro “sí” al Señor también nos permita transformar nuestra vida desde la fe y el amor a Dios.
“El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: ‘¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo’” (Lc 1, 28).