Nuevamente, Jesús está expuesto a una trampa, esta vez intentan ponerlo a prueba con la cuestión acerca de cuál es el mandamiento más importante. Los fariseos buscaban desacreditarlo, afirmando que no sabía interpretar la ley de Moisés. Pero Jesús no busca la respuesta en los mandamientos ni en la regla de oro: «No hagas a nadie lo que no te agrada a ti» (Tob 4, 15); tampoco en la idea de que en la observación del sábado se
resumía toda la Ley. Jesús se remite al Shemá: «Escucha Israel…» y agrega, «amarás a tu prójimo como a ti mismo».
El Señor, con su respuesta, se coloca en una cuestión más de fondo, ya que lo importante no es saber cuál es el mandamiento más importante en medio de los preceptos, sino en buscar el origen de estos. Jesús propone dos actitudes: amar a Dios y al prójimo. Para él, el amor a Dios y al hermano es algo esencial de la Toráh, pero ha sido descuidado por los escribas y fariseos. Sus normas y rituales los han desviado de lo fundamental. Ahora será el amor o la caridad lo que equilibre estos dos mandamientos de amar a Dios y al prójimo como a uno mismo. Porque no se puede observar la Ley si falta lo esencial, el amor o la caridad. En este sentido, la caridad es más que un sentimiento, porque se refiere a la fidelidad a la alianza, es decir, es una cuestión de voluntad y de acción que va fortaleciendo la autoestima.
Sentirse amado por Dios, amar a Dios y amar al prójimo como a sí mismo nos lleva a sentirnos gratificados y felices. Sin amor al prójimo no hay amor a Dios, no hay verdadero cumplimiento de su voluntad ni se alcanza la santidad de vida. Por eso, cuando hacemos el bien no debemos hacerlo pensando en la vuelta de mano, sino únicamente, buscando el «bien y crecimiento» de ese otro. Sin embargo, el amor al prójimo no sustituye el amor
de Dios, pero es tan importante como amar a Dios.
«Jesús le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu”» (Mt 22, 37).
P. Fredy Peña T., ssp
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