La parábola de los jornaleros de la viña proclama la bondad de Dios, que se da por igual y sin privilegios, como también la acogida del Señor a los pecadores y marginados. Por eso, los justos no han de sentir envidia, sino gratitud ante el Padre que perdona y acoge a todos: «Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos». Jesús explicita esta frase enigmática y responde a la pregunta sobre quiénes son los últimos y los primeros.
El «primero» en ser llamado a la viña es el pueblo de Israel, heredero de las promesas de los patriarcas. En este sentido, los fariseos se veían con méritos ante Dios por conocer y poner en práctica la Toráh con sus tradiciones y normativas. A su vez, los «últimos», en la parábola, son aquellos considerados ignorantes de la ley judía (Toráh), como los propios paganos por no haber recibido esta última. Tanto los ignorantes como los discriminados
y los paganos representan a los obreros de la última hora.
Jesús enseña que la misericordia de Dios no se opone a la justicia humana, sino que la trasciende completamente en el amor y por eso los últimos invitados, los despreciados y los alejados, son los llamados a ser perdonados. Así, el Señor nos presenta la bondad sin límites, que está más allá de la justicia humana, es decir, erradica de nuestra cabeza cualquier esquema mercantilista en el vínculo con Dios. Porque el Reino de Dios es gratis, no se compra con nuestros méritos ni se vende. Únicamente es don que se regala generosamente, gastando la propia vida, como lo entendió el apóstol Pablo: «Porque para mí la vida es Cristo…» (Flp 1, 21).
Dios regala a sus hijos una recompensa que no guarda proporción con la duración del trabajo. En efecto, él no se fija en las capacidades o en quien lo merezca, sino en quien esté «necesitado» de su amor.
«Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti…» (Mt 20, 14).
P. Fredy Peña T., ssp
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