Una vez más, el Señor rompe los esquemas cerrados de una religión elitista y separatista de su época, ya que decide superar toda “exclusión” sanando a un leproso. En los tiempos de Jesús la lepra era causa de discriminación y a un enfermo se le trataba como a un “muerto viviente”. Se le confinaba a vivir aislado hasta su muerte, despreciado y privado de toda actividad pública. Esta situación, avalada por la Ley (Lev 5, 3; Núm 5, 2), garantizaba la salud y la pureza del pueblo. Además, se creía que quien tocaba a un leproso quedaba “impuro” y, por tanto, no podía entrar públicamente a una ciudad.
Pero Jesús rompe el código de pureza, toca al leproso y lo sana. Siente compasión por este marginado. No se conforma con estar cerca, sino que transforma esa realidad de marginación curándolo. La actitud de Jesús nos interpela, ya que en algunas ocasiones nuestra “comodidad” nos lleva aceptar situaciones injustas: calumnias o injurias sin refutar nada, la alienación y la falta de conciencia social sin manifestarnos o no hacer algo para cambiar una realidad pensando que “otros” deben hacerse cargo.
Curiosamente, la ruptura que provoca Jesús con la curación pone en entredicho el poder y la autoridad de los sacerdotes, ya que estos controlaban el código de pureza y también declaraban quién podía o no tener acceso a Dios. No obstante, el leproso, sabiendo que los sacerdotes solo constataban la curación o la permanencia de la enfermedad, decide no ir donde ellos sino a Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme”. En efecto, constata que el poder de la sanación no lo tienen los sacerdotes, sino Jesús. La sanación de Jesús es una invitación a reconocer no solamente el sufrimiento, en todas sus manifestaciones, sino también a “involucrarnos” para sanar tantas otras lepras de nuestra sociedad.
Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado” (Mc 1, 41).
Fredy Peña Tobar, ssp.