El anuncio del Reino de Dios, por parte de Jesús, supera toda exclusión y acoge a quien es discriminado, en este caso un leproso. En Israel se llamaba lepra a toda afección a la piel, como psoriasis, eccema o seborrea. La situación del leproso era muy complicada, ya que todo giraba alrededor de lo puro e impuro y, según ese código de pureza, los sacerdotes determinaban quiénes tenían acceso a Dios y podían estar en familia y en la sociedad.
Jesús rompe este código tocando al leproso que según la creencia quien lo tocaba también pasaba a ser un contagiado y excluido del ámbito público. El leproso no duda de que puede ser curado, pero le endosa al propio Jesús la voluntad de sanarlo: “si quieres, puedes sanarme”. La respuesta del Señor confirma que la enfermedad no es ni una prueba ni un castigo enviados por Dios, como muchos piensan cada vez que pasan por situaciones de enfermedad o desgracia de cualquier tipo. Asumamos que todo aquello es parte de la precariedad y fragilidad de la condición humana y nada más.
Ante el leproso, Jesús se conmueve, lo sana y lo salva. Una vez sanado, debía presentar su ofrenda como lo ordenaba la Ley; sin embargo, el leproso no es capaz de guardar silencio y expande su alegría. ¿Y quién no expresaría tamaña noticia si hoy le dijeran que está recuperado de un cáncer?
Hoy, son muchas las personas que viven en un estado de lepra. Los motivos son variados, desde actitudes y comportamientos de miembros de la Iglesia, que no fueron los más evangélicos, hasta la manera en que algunos son juzgados en sus límites y debilidades. Es imperioso ser prudentes y equilibrados. Si realmente reconocemos el poder sanador de Jesús, entonces aprendamos a discernir entre la fidelidad al Evangelio y la misericordia hacia quien padece por sus límites.
“Si quieres, puedes purificarme. Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado” Jn 1, 40s.
P. Fredy Peña T., ssp