Una vez más es el Señor quien se dirige a su comunidad, la cual se supone que ha acogido las condiciones planteadas en las Bienaventuranzas. El Padre, a través de su Hijo, se da a conocer como aliado de los pobres y los perseguidos. Por medio de dos símbolos –sal y luz−, Jesús les enseña la responsabilidad y el compromiso que han de tener para hacer realidad este Reino.
Sabemos que la sal, en el pueblo de la Biblia, recordaba varias cosas, si bien era sinónimo de transformación, conservación, purificación o de sabor; pero también recordaba que entre Dios y su pueblo hay un pacto que los compromete en una causa común de justicia, libertad y vida (cf. Núm 18, 19). Por su parte, la luz aludía al primer acto del Creador (cf. Gn 1, 3) y a partir de allí se desataba el proceso de armonía del universo. Por eso las madres judías celebraban, al caer la tarde, “el rito de la luz” con sus hijos, pues encendían una lámpara que marcaba el comienzo del sábado y rezaban una larga oración.
El discípulo es sal de la tierra y luz del mundo, primero porque Jesús así lo ha enseñado; segundo, porque su invitación es un llamado a adherirnos para ser portadores de la misericordia, la caridad y la paz que tanto practicó él. No obstante, Jesús nos pone en guardia porque ser sal y luz, donde todo sabe amargo o donde todo está en oscuridad, no es fácil. Siempre nos amenaza el peligro de la infidelidad o el de la mediocridad cristiana, es decir, no basta con decir Yo no hago mal a nadie, ya que como sal o luz del mundo también debo preguntarme: ¿Hago el bien? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿A quién?
Muchas veces el miedo a manifestarnos como discípulos es una traición a la propia fe. Jesús pondera nuestro amor en el “hacer” y el “fin”: en el hacer para que los hombres vean nuestras buenas obras y en el fin para que glorifiquemos a nuestro Padre, que está en los cielos.
“… A fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5, 16).
P. Fredy Peña T.