La parábola de la sal y de la luz termina por cerrar el exordio del sermón del monte. Sabemos que tanto la sal como la luz son elementos necesarios en la vida cotidiana y han servido para ejemplificar el mundo simbólico de las religiones y las culturas. Dice Jesús que somos la sal de la tierra y luz del mundo para dar sabor e iluminar la existencia. Como aquel ciego al que le preguntan: ¿Qué haces con una lámpara en la mano, si no puedes ver? El ciego contestó: “la lámpara no es para mí, sino para que otros encuentren su camino, viéndome a mí”.
La tradición bíblica vio en las propiedades de la sal un símbolo de la sabiduría de Dios. Los paganos y supersticiosos la arrojaban para expulsar los malos espíritus y también para asegurar incorruptibilidad. Sobre todo en los pactos o sacrificios como signo de permanencia y firmeza (cf. Lev 2, 13). No obstante, dice Jesús: “pero si la sal se vuelve insípida…”. Es decir, si nuestro culto y amor a Dios se sustenta solo en cumplir normas o en una filantropía, entonces pierde el sabor que solo lo da el propio Jesús.
Hoy las ideologías ganan terreno y solo un testimonio de vida cristiana, que ilumine y contagie, puede salvaguardar la Buena Noticia. De lo contrario, Jesús se convierte en una ideología más, vacío de contenido, porque no incide en los demás. Asimismo, la comparación de los cristianos con la luz del mundo la retoma san Pablo para motivar a la comunidad: “vivan como hijos de la luz” (Ef 5, 8), pero también evoca la fiesta de “la dedicación del Templo”. Así, la luz tiene un simbolismo místico, pues es imagen de la gracia y la santidad del Señor. Solo en Cristo crucificado, resucitado y en la fuerza del Espíritu Santo, el discípulo de Jesús será luz y sal de la tierra. Por eso, no puede vivir para sí mismo, sino ser comunión para que sus buenas obras brillen a la vista de todos y sean un signo de Dios en el mundo.
“Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5, 16).
P. Fredy Peña T., ssp