Una vez más, la palabra sanadora de Jesús salva y el episodio de la curación de los diez leprosos –que solo encontramos en el evangelio de Lucas– así lo testifica. Su curación solo es reconocida y agradecida por un samaritano, quien, viviendo fuera de los límites de Israel, es considerado impuro y extranjero. Judíos y samaritanos se odiaban; no obstante, la desgracia, esta vez, los reunía. Cuando alguien es consciente de la propia marginación y de la exclusión de otros, la única salida es la de solidarizarse con todos los excluidos.
Jesús tuvo esa sensibilidad y acogida con los excluidos o los más débiles. Y en ese sentido, solo uno supo agradecer su don. Y cómo el samaritano no iba a reconocerlo, si su enfermedad –la lepra– era calificada como castigo de Dios. Por eso que el agradecimiento de este no es un dato menor, puesto que su actitud nos lleva a reflexionar qué es lo importante: ¿Permanecer en la institución que es incapaz de curar y que ve la curación como un derecho adquirido por ser judíos, o volver a Jesús, que crea, con los marginados o pobres, una nueva sociedad? Por eso, se entiende la actitud del samaritano, que regresa dando “gloria a Dios” y se siente perdonado o sanado.
Así, la respuesta de Jesús a la fe de los leprosos es “Vayan y preséntense a los sacerdotes”, ya que solo estos estaban facultados para dar el alta. Jesús, con la curación, no pretendía halagos para sí, porque a quien busca el bien del otro solo le basta saber cómo las personas sanan y cambian para bien. Por eso que el ser personas agradecidas ensancha nuestra alma y nos capacita para que Dios nos bendiga con mayores dones. Es cierto que Dios está llano a escuchar nuestras súplicas, pero que nuestra relación con él no se reduzca únicamente a pedir y recibir, sin llegar a un verdadero encuentro personal y de compromiso con él.
“Jesús le dijo entonces: ´¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?´” (Lc 17, 17).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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