La predicación del evangelio continúa por una zona pagana, Sidón. Allí, Jesús se encuentra con un sordomudo, que es como un fiel representante del paganismo: sordo frente a Dios e incapaz de proclamarlo. En el tiempo de Jesús, los paganos eran considerados como separados de la posibilidad de la salvación, porque no conocían al verdadero Dios y sus mandamientos. Además, estaban llenos de vicios y de supersticiones. Pero, Jesús, que es la Palabra hecha vida, no se condiciona por el espíritu religioso judío con tal de que su salvación llegue a todos.
Y a pesar de que el sordomudo simbolice la actitud cerrada del mundo pagano frente al proyecto de Dios, su sanación ratifica la actitud de los paganos que también son invitados a abrir su corazón. Ante la cerrazón del mundo pagano y la salvación que trae Jesús, hay dos culturas opuestas. La cultura del encuentro y la exclusión, porque se perjudica y se excluye. El sordomudo, enfermo y discapacitado, a partir de su fragilidad,
puede llegar a ser testigo del encuentro. En efecto, unirse a Jesús es abrirse a la vida y a la fe, y el vínculo fraterno con los demás. Porque solo quien reconoce la propia fragilidad, el propio límite, puede construir relaciones solidarias en la familia, en la Iglesia y en la sociedad.
Al igual que el sordomudo, nuestra fe también se ve cuestionada por la incapacidad de escuchar y de hablar. Muchas veces somos testigos del pecado, haciéndonos cómplices de él o adoptamos la actitud más cómoda: “No veo, no escucho, ni miro…”. Nos dice la expresión sálmica matutina: “Abre, Señor, mis labios y mi boca proclamará tu alabanza…”. Pero hay que tener cuidado, no se trata solo de alabar y decirlo bien, porque ello nos obliga a ser consecuentes. Porque podemos alabar bien a Dios, pero estar cerrados a su voz interior y caer en una “sordomudez espiritual”, que condiciona nuestra capacidad de proclamarlo y escucharlo como él quiere.
“… y, en el colmo de la admiración, decían: ‘Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos’.” (Mc 7, 37).