Todo cristiano, una vez que se siente llamado a hacer algo por el Reino de Dios, necesita saber qué es prioritario en el seguimiento de Jesús. Porque para ser su discípulo es necesario salir del anonimato y comprometerse con su causa. Los que seguían a Jesús pensaban que por el hecho de pertenecer al grupo de los discípulos era suficiente para identificarse con el proyecto del Señor, sin que eso exigiese una práctica de la caridad.
No obstante, esta práctica de la caridad pone ciertas condiciones para ser discípulo de Jesús. Primero, el desapego afectivo, que implica siempre poner a Dios en primer lugar y lo demás viene por añadidura. No significa desvincularse de nuestros seres queridos sino “desprendernos” del amor desordenado, es decir, de aquel amor que no educa para la libertad sino para el egoísmo y las dependencias enfermizas.
También el seguimiento de Jesús presupone la renuncia y el riesgo. En efecto, en la comunidad primitiva se apreciaba mucho compartir lo que se tenía para dar espacio a la participación y la fraternidad. Por eso, este seguimiento es fruto de una decisión madura y coherente, donde no se puede huir a la primera dificultad. El que desee seguir al Señor tiene que tomar su cruz; armarse con la bandera de la disponibilidad y el escudo de la confianza. En ese sentido, Jesús no temió ser considerado un fuera de la Ley o, en algunos casos, un transgresor del propio sábado; él se enfrentó y se arriesgó ante las autoridades de la época.
Si hay algo que Jesús quiere de sus discípulos es que tomen conciencia de su “fragilidad”, de tal modo que, desconfiando de sí mismos, confíen más en él. Solo la práctica de la pobreza nos lleva a un despojo de nuestro “yo”, porque implica humillación, lleva a la humildad y se convierte en opción cordial para el discípulo que quiere seguir al Señor.
“Cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33).
P. Fredy Peña T., ssp