Ante la paradoja que proponen las Bienaventuranzas se abren dos caminos contrapuestos: el de las personas que están en la indigencia, marginación y sufrimiento y, por otro, el de la indiferencia de aquellos que se sienten “satisfechos”. La felicidad anunciada por Jesús es para el pueblo como un signo de reconocimiento del Mesías, pero para realizar aquello se necesita un cambio de mentalidad.
Las Bienaventuranzas, en esta oportunidad, están dirigidas a una comunidad donde hay grandes diferencias entre pobres y ricos, lo que lleva a una situación de injusticia social. Esa injusticia se presenta en este binomio de contrastes: los pobres y los ricos, los que pasan hambre y los que están saciados, los que lloran y los que ríen, los que son perseguidos y los alabados por todos. No obstante, Jesús anuncia por qué “los que lloran y pasan hambre” son felices. La nueva sociedad que él quiere instaurar les pertenece justamente a ellos, es decir, a los que no tienen nada y son los predilectos para el propio Jesús.
A los marginados, Jesús les dice que esa injusticia social se produce por el nivel de corrupción y contaminación de las relaciones sociales. Es decir, los que tienen más están saciados porque solo atesoran para acumular más y no quieren compartir. Por eso las Bienaventuranzas no tienen nada que ver con un espiritualismo desencarnado o con una resignación fatalista. Jesús no las proclamó para consolarse ante las injusticias o para alimentar una esperanza después de la muerte. Las Bienaventuranzas poseen una dimensión ética que lleva a las personas a salir de su apatía y comodidad. Pero también manifiestan la alegría del Espíritu; por lo tanto, no aportan cualquier dicha, sino la plena y definitiva, que es participación de la vida misma con Dios.
“¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” (Lc 6, 20)
P. Fredy Peña T., ssp