El domingo de la Octava de Navidad la Iglesia celebra la Fiesta de la Sagrada Familia, que no siempre tuvo ese itinerario litúrgico, pues tenía lugar el tercer domingo después de Epifanía. Es León XIII (1893) quien introduce la fiesta, pero más tarde fue Pablo VI quien le dio un carácter más familiar y presentó a la Sagrada Familia como ejemplo de las virtudes domésticas: el respeto mutuo en el matrimonio y entre padres e hijos.
El evangelio resalta la piedad de la Sagrada Familia al cumplir con las prescripciones religiosas propias de la tradición judía. A la edad de doce años, Jesús se sometió al rito de Bar-Mitzwáh, que es el paso de la niñez a la adultez; es decir, él estaba facultado para responder y cumplir con los mandamientos del Señor. La familia de Nazaret es un paradigma para imitar no solo porque Jesús sea el Hijo de Dios, sino porque es allí donde resplandecen las virtudes humanas que llevan a la santidad de vida.
Sin duda, que vivir estas virtudes en las “familias de hoy” es todo un desafío, porque son golpeadas por crisis externas (fenómenos migracionistas, cesantía, la idea de que el matrimonio no es para siempre o la mentalidad consumista-abortista), y crisis internas (negación de la igualdad de la pareja, la aceptación del adulterio, el descuido del mutuo respeto y trato entre los esposos). Por eso, hay que superar aquellas ideas absurdas como que la familia infantiliza y priva la libertad. Hay que incentivar a los hijos para que encuentren dentro de casa lo que van a buscar por fuera. En vez de preocuparnos si la familia tiene futuro, habría que preguntarse si es posible un futuro sin ella. Por eso Dios Padre admitió en su Hijo “todo”, hasta morir en cruz, pero lo que no aceptó fue que Jesús no tuviera una familia constituida como “Dios manda”.
“Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).
P. Fredy Peña T., ssp