Los Apóstoles van entendiendo, de un modo gradual, el camino de Jesús hacia la Pascua y junto al sepulcro vacío contemplan las señales del cuerpo ausente del Señor. Pero eso no es suficiente, puesto que el miedo a los judíos los paraliza y no permite que ese encuentro definitivo con el Resucitado se plasme en sus vidas. En medio de estas dudas y temores, Jesús se presenta ante sus discípulos no para reprenderlos, sino para darles su paz; una paz que no es como la que ofrece este mundo, sino una que ha vencido el mal, el odio, el egoísmo y a la propia muerte. Sin embargo, Jesús echa en cara la incredulidad de sus discípulos, ya que sus apariciones no son producto de una alucinación subjetiva sino que su Cuerpo glorificado es real y concreto.
Ver a Cristo resucitado reconforta el corazón de los Apóstoles, los llena de alegría y los colma de paz. Pero su resurrección no es solo un hecho individual sino que posee una dimensión comunitaria que lleva a quienes creen en él a ser discípulos que anuncian y que dan testimonio. Solo desde esta premisa se entiende la promesa de Jesús acerca de que no dejaría solos a los suyos y les promete la vida que da el Espíritu Santo. En efecto, es la vida que dura para siempre porque es participación de la vida divina.
No obstante, son pocos los que creen en esa “vida que dura para siempre”, porque ni el propio Tomás pudo librarse de su visión racional de los hechos. Hoy son muchos los que, como Tomás, se niegan a aceptar al Resucitado y piden pruebas sensibles. Pero si exigiéramos un milagro a Dios para creer en la resurrección ya no sería fe: “la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Heb 11, 1). Por eso Tomás pudo abrir su corazón y por el testimonio de sus hermanos se encontró con el Resucitado.
«Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”» (Jn 20, 29).
Fredy Peña Tobar, ssp.