El hecho de que los discípulos estuvieran con las puertas cerradas era un signo más del miedo que sentían, pues aún no percibían que el Resucitado estaba con ellos. Su presencia era una invitación a creer lo que tanto les había anunciado: su vida, muerte y resurrección. Por eso que recurrir a esta convicción cada vez que el miedo nos invade es legítimo: “no creemos en la resurrección por el hecho de ser cristianos, sino porque creemos en la resurrección, somos cristianos”.
Jesús se presenta ante los discípulos y les dice: ¡La paz esté con ustedes! Es la paz que viene después de su victoria, pues él ha vencido al mal, la muerte, el odio y todo egoísmo desmedido. Hoy, el mundo enfrenta grandes enfermedades, como el sida o el cáncer; pero quizá la enfermedad más grave que lo amenaza es el pecado y sus consecuencias. Sobre todo en sus manifestaciones de individualismo y soberbia. Jesús nos ofrece su paz porque es el mejor remedio para vencer toda incredulidad y solo los que estén afianzados en ella pueden responder a la misión que se les ha confiado.
Sabemos que la resurrección de Jesús no fue un hecho aislado e individual, que solo afectó al propio Jesús, sino que involucra a todo creyente. No obstante, exigir a Dios signos, prodigios o milagros ?como lo hizo Tomás? es un despropósito. A Dios se le suplica, pide, pero no se le exige. Dios es paciente y respeta los tiempos de crecimiento espiritual de cada persona. Él nos concede su gracia, pero requiere nuestra aceptación, con apertura a su Espíritu Santo, que nos capacita para encarnar su misión y vivir un anticipo de la resurrección “aquí y ahora”. Anticipo que, si no se percibe, no es porque no se crea, sino porque aún no termina de plasmarse concretamente en los que dicen seguir o imitar al Resucitado.
“Se puso en medio de ellos y les dijo: ‘¡La paz esté con ustedes!’” Jn 20, 26.
P. Fredy Peña T., ssp