La vida de María y José ─dóciles a la voluntad divina─, está marcada por el cuidado del Niño, una vida de entrega y de casta afectividad. No obstante ser los padres del Niño, Dios no los privó de las dificultades; una de ellas, la pérdida de Jesús en el Templo. En efecto, la centralidad del acontecimiento radica en el doble diálogo entre Jesús y los ancianos del Templo y el de Jesús con sus padres. De ambos diálogos se desprenden dos enseñanzas: primero, la paternidad divina de Jesús; segundo, la firme convicción de Jesús acerca de cuál es su misión, “los asuntos de mi Padre”.
Pero ¿qué tiene de particular la familia de Nazareth? En ella se vive el amor sin egoísmos. Allí resplandece la generosidad, la abnegación de sí mismo, la sencillez de vida y, lo más importante, la vocación a la santidad. Sin embargo, esta síntesis de virtudes a muchas familias no les dice nada ni es un paradigma para imitar. Es cierto que la familia vive los embates de una sociedad sin Dios y cuyo modo de vida es una constante amenaza, como la ausencia de los padres porque ambos trabajan o la aceptación de la fidelidad juzgada como una cuestión del pasado y de que el amor ya no es “para siempre”, o bien, la aceptación del adulterio o del propio aborto como algo normal.
La vida de la Sagrada Familia viene a iluminar nuestra vida en familia. Por eso hay que superar aquella ideología que afirma: la familia coarta y priva de libertad. Como también la idea que tienen los hijos al pensar que fuera de la familia se encuentran mayores consuelos. Mirando a la familia de Nazareth, aprendemos que la familia es lo más sano para nacer, crecer, amar, sufrir, envejecer y morir. Por eso, más que preguntarse si en la familia es posible ser feliz, habría que preguntarse si es verdad que podemos ser felices sin ella.
“Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto?… tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2, 48).
Fredy Peña Tobar, ssp.