La fiesta de la Sagrada Familia la introdujo León XIII (1893) en el tercer domingo después de la Epifanía. Posteriormente, Pablo VI le dio una orientación más familiar y presentó a la Sagrada Familia como paradigma de las virtudes domésticas de la familia cristiana. Evocar virtudes como la obediencia, la fe, la fidelidad y el respeto mutuo entre padres e hijos es la imagen “ideal” a la que aspiran las familias que creen en la familia de Nazareth.
Jesús, José y María no se presentan como una familia que tiene privilegios o que toma distancia de una familia común. Su vida estuvo marcada por el cuidado del Niño Jesús y, a partir de allí, orientaron su casta afectividad. Son conscientes de que este Niño es portador de una vocación única, personal, atípica y ambos se aferran al plan de Dios e incluso en los momentos de crisis. Actualmente, la crisis de la pandemia nos ha llevado a verla como una “oportunidad” para confirmar nuestra fe en Dios o para sucumbir ante “tranquilidades” que nos llevan a renunciar a los compromisos con la fe. A menudo, se escucha decir en tiempos difíciles: “¡Nosotros no mejoraremos las condiciones de vida, pero sí a nuestros hijos!”.
Por eso debemos admirar la heroica fe de María y José. No obstante, los ojos más incrédulos han visto en el Niño Dios solo a alguien al que le enseñaron a caminar, hablar y crecer. Pero como familia cristiana, ¿qué observamos?: Una sociedad con sus prerrogativas y debilidades humanas. Sin embargo, desde la fe percibimos al Niño Dios que vino al mundo. Las familias cristianas son como pequeñas iglesias donde se descubre el bien y las dificultades de la convivencia. Por eso la importancia de verlas según el prototipo de la familia de Nazareth, porque solo bajo el velo de las debilidades madura el conocimiento de Dios en la tierra.
“Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él” (Lc 2, 40).
Fredy Peña T., ssp