Cuando realizamos la procesión de comunión para celebrar el gran sacramento de la muerte y la resurrección de Cristo, la eucaristía, proclamamos nuestra unidad en el Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia. Los que creemos en este gran misterio acompañamos la celebración, con cantos y oraciones, y desfilamos en procesión al Santísimo Sacramento, confiados en que este don se nos ofrece como alimento.
La identificación con este alimento del pan, es decir, la carne de Jesús, horroriza a las autoridades judías. No entendían eso de comer su cuerpo o beber su sangre, estaba prohibido por la Ley (Lev 17, 14).
Si no comen la carne… Jesús refuerza la idea de que para tener vida deben alimentarse de su Cuerpo y su Sangre. La carne y la sangre, en la cultura semita, son dos polaridades que denotan totalidad e integralidad. Hoy utilizamos estos conceptos para manifestar el conjunto de la persona. Sabemos que el organismo asimila todo lo que comemos o bebemos; por lo tanto, cuando comemos o bebemos del Cuerpo y de la Sangre de Jesús, “aquello” que ingerimos se hace uno con nosotros.
Jesús es el pan vivo, “el pan bajado del cielo”. Este pan es superior al maná que comieron los padres. El maná hacía relación solo a la vida terrena y no tenía eficacia o importancia alguna para el más allá de la muerte. El pan que Jesús nos da es el pan de la ilusión, de la esperanza y del amor. Además, nos inculca que hagamos memoria de él en la fracción del pan y es lo que muchos creyentes hacen en cada eucaristía. Es una lástima que nuestro canto de fracción y comunión tenga, cada vez, menos incidencia en lo que hacemos. Los que dejaron de cantar o creer no han entendido ni aceptado aún que la eucaristía es más que un rito, es un sacramento de unidad. Por eso, la Iglesia cree en esta presencia real de Cristo, porque, a pesar de la incredulidad de algunos, es signo mientras vamos cantando a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor.
“El que coma de este pan vivirá eternamente”, Jn 6, 51.
P. Fredy Peña, ssp.