Es sabido que en los evangelios encontramos varios relatos que nos hablan del envío en misión, pero el de hoy no solo se refiere al “envío”, sino a la institución de estos setenta y dos evangelizadores a los que Jesús instruye para que tengan en cuenta la urgencia, el método, el contenido y las dificultades del propio anuncio. El número setenta y dos no es casual, sino que tiene un valor simbólico. Probablemente recuerda a los ancianos partícipes del espíritu y la misión de Moisés en el Sinaí (Cf. Núm 11, 25). En efecto, al enviarlos de “dos en dos”, su testimonio cobra un valor jurídico y es más creíble (Cf. Deut 17, 6), pues el Evangelista entiende que el Reino de Dios es el origen de la misión cristiana y todos están invitados a proclamarlo.
Sin embargo, el Señor quiere que sus discípulos se identifiquen con él, pero no solamente de palabra, sino con gestos concretos de auténtica caridad. Por eso el buen discípulo es una persona que reza pidiendo “al dueño de la mies…”, pero no únicamente por sí mismo, sino por los demás, porque una oración es cristiana cuando adquiere una dimensión universal. El buen discípulo es alguien que vence las fuerzas del enemigo, porque confía en su Señor. No contesta con violencia, sino que aprende a vencer el mal con el bien. Es decir, el evangelio ha de imponerse por la fuerza de la misma verdad y por el poder que Dios nos ofrece en su Palabra.
El buen discípulo anuncia a Jesús con simplicidad y austeridad, ya que la fuerza de su predicación no está en sus habilidades personales ni recursos, pues todo éxito y poder viene de Dios. Por eso el poder delegado a sus discípulos es un “instrumento” y no un fin en sí mismo. La alegría de ser buenos discípulos es saber que somos protagonistas de la gracia de Dios, porque esta peregrina junto con nosotros.
“Alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10, 20).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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