El testimonio de Juan el Bautista es como un preludio a la llegada de Jesús. Si bien él no pretende adueñarse de la profecía, simplemente, se constituye en el ícono de un «discípulo ». En efecto, ante la autoridad judía, él confiesa que no es el Mesías y se limita, con humildad, a reafirmar su condición de discípulo. Dijo el papa Benedicto XVI: «el Bautista no se confina a predicar la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como “el Cordero de Dios”, tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero Enviado de Dios…» (Audiencia general, 29/08/2012).
Juan el Bautista vino como testigo de la luz, no era la luz, pero su presencia era para «dar testimonio de la luz y para que por él todos vinieran a la fe». Por tanto, su misión es hablar y dar testimonio en favor de otro. Él, simple y llanamente, se autodefine como «la voz que grita en el desierto», como señalara el profeta Isaías. Así, el sonido de la voz de Juan permitió a Jesús pronunciar la Palabra de vida y que todavía sigue llegando a nuestro corazón. Porque esa Palabra de Dios –para el que cree– interpela, amonesta, cuestiona, pero también ilumina, santifica y ama. Cada vez que tenemos únicamente la intención de llevar a Dios a los demás, asumimos la actitud de Juan el Bautista, que cumplió su misión de voz y desapareció: «Conviene que Él crezca y que yo disminuya».
Por eso estamos llamados a ser testigos y a preparar los caminos del Señor. Pero qué significa «preparar». Es abandonar el pecado y acercarnos a la gracia; es aprender a ser humildes y dejar entrar al Señor en nuestra vida. ¿Y cómo nos preparamos? Como preparó Juan a sus discípulos: los llevó por el camino de la conversión, de la humildad y del servicio y no por la vía de vivir nuestra condición de bautizados como si fuera un privilegio.
«Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor; como dijo el profeta Isaías» (Jn 1, 23).
P. Fredy Peña T., ssp
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