La Iglesia celebra solo tres nacimientos: el de Jesús, el de María, madre de Jesús, y el de Juan Bautista. Los dos últimos portan un sentido de alegría salvífica y una vinculación especial con Jesús. Una alegría salvífica que para Zacarías, como un hombre justo, e Isabel, mujer abnegada, pudieron experimentar en parte esa “dicha” por ser padres en su ancianidad. El Antiguo Testamento está lleno de historias de esterilidad, como la de Sara, madre de Isaac, o Ana de Alcalá, madre de Samuel. La infecundidad de Isabel es una coincidencia más con el Antiguo Testamento; sin embargo, lo particular del nacimiento de Juan Bautista es que, a través de él, Dios comienza a cumplir todos los anuncios del pasado.
La esterilidad era considerada como una falta de bendición por parte de Dios y quien la padeciera sufría la discriminación de la sociedad. La situación de Isabel y Zacarías está marcada por la tristeza. No hay esperanza en su horizonte existencial. Hoy, son muchos los que experimentan una sensación de desesperanza por sus problemas, fracasos y frustraciones de todo tipo. Rogamos a Dios, al igual que los padres de Juan Bautista, para que mude nuestra vida y se produzca un “milagro”. Aguardamos ser bendecidos desde lo alto con aquel “hijo” de la ilusión, que nos haga personas entusiastas y renovadas.
Esa misma ilusión despertó el ángel al dar la noticia no solo a Isabel y Zacarías, sino también a sus parientes y vecinos. Le pusieron por nombre Juan, que significa “Dios es benévolo”, y no el nombre del padre, como era la costumbre. Juan Bautista estaba designado para una misión muy especial: “preparar el camino del Señor”. Cuando Dios quiere dispensar sus gracias a alguien, prepara a la persona, con tiempo y esmero, para que esté en condiciones de una respuesta favorable.
“¿Qué llegará a ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él…”, Mc 1, 66.
P. Freddy Peña T., ssp