La fiesta de la Navidad, que celebramos recientemente, nos trajo la feliz noticia de que Dios no está solo, sino que ha querido manifestarse en la persona de su amado Hijo. En la mentalidad del Bautista, la llegada de Jesús implicaba una instancia de juicio por los pecados, más que un acto de misericordia y condescendencia con la debilidad humana.
Sorprende aún más que este Mesías quiera hacerse bautizar, y no al revés. Pero la decisión de Jesús de hacerse bautizar lo lleva a ser uno con el pecador. Él, que vive en perfecta comunión con Dios Padre, no se aparta de los hombres, sino que vuelca su mirada de misericordia hacia ellos y comparte su suerte.
¿Por qué Jesús se somete al bautismo de Juan? Parece un contrasentido, pero al bautizarse Jesús cumple toda “justicia”, que no tiene nada que ver con un código de leyes religiosas o morales ni de la justicia predicada por los fariseos o doctores de la Ley. Su justicia es aquella que consuma la voluntad de su Padre, es decir, la urgente necesidad de ser paciente y misericordioso con el hombre.
Jesús, con su misericordia, nos ofrece su gracia, la misma que en unas bodas permitieron la continuación del festejo y que está presente al bendecir el vínculo de dos personas que se aman. La misma gracia que se manifiesta cuando perdona al paralítico y lo sana; y que ahora percibimos cuando somos absueltos por confesar nuestras faltas.
Ante una sociedad que rechaza la enseñanza de que Dios actúe por medio de un sacramento, la fiesta del Bautismo del Señor ratifica que Jesús no escogió un camino fácil, sino que decidió compartir nuestro propio destino. Quiso solidarizarse y actuar como Iglesia, a través de signos y palabras, las mismas que realizara y dijera un día cuando estuvo entre nosotros.
“Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección” Mc 1, 7-11.
P. Fredy Peña T., ssp