Los discípulos regresan de la misión y dan cuenta a Jesús. Hacen una evaluación de trabajo después de una intensa actividad y, como el Maestro, ellos también necesitan retirarse a un lugar solitario. Esto valió para los Doce, pero también para la Iglesia. Ella es responsable de difundir la Buena Noticia y esa responsabilidad no es una limitación de su libertad, sino una exigencia de su lealtad hacia su Señor, y también hacia su feligresía: la tarea es entregar las enseñanzas de Jesús y no otra cosa. La invitación de Jesús exigía para los apóstoles la fatiga y el esfuerzo del servicio. Por eso deja el espacio para el descanso y el reposo. Estos son necesarios para reponerse, de modo que no solo el cuerpo se vea libre de las fatigas, sino que el espíritu alcance el recogimiento. Por estos tiempos, a muchos les es difícil retirarse, hay un gran miedo a estar en silencio y encontrarse consigo mismo. Es más fácil estar en el ruido o en la agitación, donde la vida fluye en la hiperactividad y el frenesí de las horas, los días, los meses. Sin compromisos ni vínculos de ningún tipo.
Sin embargo, Jesús, a pesar del cansancio, no se desentiende de los suyos. No rehúye del compromiso y lleno de compasión se dirige a sus ovejas con su enseñanza y les da de comer. Repite así lo que sucedió en tiempos de Moisés, Dios comunicó al pueblo la Ley, el modo de cómo debían comportarse y les dio el maná, preocupándose de sus vidas. Quien ve a Dios como su Señor, reconoce que debe a él un amor fiel, porque todo lo ha recibido de él; y debido a esa fidelidad, no es Señor de sí mismo.
Por eso, una comunidad va a la ruina cuando sus miembros se dejan llevar por el individualismo, el egoísmo, la corrupción y se convierten en un pueblo que no tiene pastor y no reconoce normas y valores comunes.
“Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció…, porque eran como ovejas sin pastor” (Mc 6, 34).
P. Freddy Peña T., ssp