Con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, la Iglesia cierra su ciclo litúrgico y resalta el reconocimiento de la soberanía real de Cristo. Sin embargo, este título no solamente evidencia su redención, sino que también recuerda su proyecto, ideales y el deseo de Jesús de implantar su Reino en el mundo.
Esta vez la celebración está inmersa en el contexto de “la última Cena” que Jesús tuvo con sus Apóstoles y su intención de que esta sea el signo de lo que serán las demás celebraciones: el recuerdo de que él ha entregado su Cuerpo y su Sangre, es decir, la totalidad de su ser, sus anhelos y esperanzas. Si bien −como creyentes− reconocemos aquella “entrega” de Jesús, no terminamos por dimensionar su sacrificio insuperable. Sin duda que el señorío y la soberanía de Jesús no solo vienen por su identidad como Hijo de Dios, sino también por cómo entregó su vida, “donándola hasta la muerte”. En efecto, fue en su Transfiguración y Bautismo donde Jesús había sido presentado como el “elegido de Dios”, no en el sentido triunfalista de quien exige la vida de los otros, sino como aquel a quien el Padre escogió para salvar a los que son marginados y no tienen nada para ofrecer a los demás.
Por eso que el nuevo pacto que inaugura Jesús se entiende como el mandato indefinido de que no solamente sea recordado como un rey, sino que, en cada eucaristía hagamos viva su memoria. Porque más allá de reconocer que nuestro Señor es Rey y Soberano, qué sentido tiene la Cena Pascual si su mandato de hacernos uno con él aún no habita en nuestros corazones. Ojalá entendiéramos que el Señor es nuestro Rey y soberano solo en la medida en que él gobierna y guía nuestras vidas. Por eso, que cada eucaristía es comunión que “cristifica” y nos lleva a ser uno con él, como nuestro único Salvador, Soberano y Rey.
“Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19).
P. Fredy Peña Tobar, ssp
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