Jesús nos presenta la oración de alabanza al Padre por haber revelado estas cosas a los más pequeños y abre un vínculo de conocimiento e intimidad hacia su persona y al mismo tiempo invita a todos los que se sienten agobiados a descansar en él. En una sociedad como la de Jesús, el “prestigio” era una forma de poder y de seguridad económica. No sucedía así con la “ignorancia”, que era considerada como una marca sobre las personas que carecían de instrucción en el ámbito de la Ley, pues los sindicaban como “malditos”.
Evidentemente que esa categoría de “malditos” no afectaba a los fariseos, sacerdotes, escribas y saduceos. Pero ni su prestigio y conocimiento de la Ley permitieron abrir su corazón a Jesús. Por eso Jesús bendice a su Padre, porque sabe que los engreídos no van a entender estas cosas: se han cerrado a las verdades del Espíritu, han preferido endiosarse con su formación y ciencia, poniendo obstáculos a la gracia. En cambio, Dios se revela a los pequeños, porque han experimentado que él es más grande que el mundo y ellos mismos, y también porque han trabajado la humildad como virtud y contemplan los misterios de la vida con los criterios de Dios.
Jesús denuncia la falsa religiosidad de quienes se jactan por saber la Palabra de Dios y las cuestiones de la Ley. Por eso les recrimina su falta de sinceridad, porque el hecho de que se oculten estas cosas a los entendidos no es por un designio suyo, sino que es producto de la soberbia del ser humano. La salvación no depende de una mayor o menor pericia en la compleja interpretación bíblica, sino en la capacidad para captar el paso de Dios por la historia y la disponibilidad para acoger su llamado. Solo la limpieza de corazón y la ausencia de todo interés torcido permite discernir estas cosas que menciona Jesús: esa presencia de Dios Padre.
“Te alabo, Padre por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11, 25).
Fredy Peña T., SSP
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