Las maquinaciones para sorprender a Jesús continúan y esta vez los fariseos envían a discípulos suyos, que aún no recibían el título de rabí o maestro, para poner en entredicho al Señor. Es una situación compleja, porque, más allá de contestar la supuesta duda de los fariseos, la pregunta sobre “pagar el impuesto al César o no” podía encerrar un problema moral para un judío de conciencia recta, pues pagar el tributo a otro que no fuera el representante de Dios era como renunciar a creer en un Israel teocrático.
En efecto, la pregunta era muy capciosa. Si Jesús decía que había que pagar el impuesto, iba precisamente contra el sentido teocrático nacional, es decir, sometía la teocracia al César y a Roma. Pero la respuesta de Jesús está llena de sabiduría y justicia: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Jesús no desconoce la sumisión al poder constituido, pero también pide que no se olviden del compromiso moral y colectivo que –como nación– tienen con Dios. Las obligaciones con el César y con Dios difieren en que el compromiso con el primero es temporal y, en cambio, con Dios es trascendental, es decir, para toda la vida. Por eso que las enseñanzas de Jesús no buscan suplantar las legítimas y necesarias competencias de las instituciones; al contrario, las estimula y las sostiene con sus principios de buena convivencia.
En definitiva, la respuesta de Jesús nos lleva a pensar qué es lo que Dios nos pide. Como creyentes, ¿cómo le respondemos a Dios? La vida de fe, por momentos, se diluye entre ser un buen ciudadano y servir a Dios. No debiera ser una contradicción, porque Dios trabaja a través de las instituciones humanas. No obstante, para construir el Reino de Dios se necesita saber cómo estrechamos los vínculos sin perder nuestra dignidad como personas e hijos de Dios.
«Jesús les dijo: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”» (Mt 22, 21).
Fredy Peña Tobar, ssp
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