Comienza la actividad pública de Jesús, que inaugura el Reino de Dios y que tendrá lugar en Galilea, tierra de judíos y paganos donde el sincretismo cultural y religioso es significativo. Allí se presenta Jesús para todos los que viven en la oscuridad y en sombras de muerte. Desde ahora, su misión estará centrada en abrirse a la universalidad de todos los pueblos. Al igual que en los tiempos del profeta Isaías, cuando se vivían momentos de profunda angustia y no había esperanza alguna ni en la autoridad ni en la fe. El profeta anunciaba la liberación a su pueblo (cf. Is 9, 1-10), pues el poder Asirio era desolador (732 a. C.). Con la persona de Jesús, luz del mundo, el Reino de los Cielos ha llegado para todos: la esperanza y la libertad abrazan al hombre.
La expresión Reino de los Cielos tiene su origen en el Antiguo Testamento y denota la potestad de un rey como ungido y representante de Dios. Pero los reyes fracasaron y el pueblo anhela que el propio Dios asuma el reinado sobre su pueblo. Siendo conscientes de la voluntad divina se llegaría a la plena paz, felicidad y justicia. Ahora, Jesús les anuncia que ese Reino está presente y en medio de ellos, pero que para que se haga realidad el hombre debe entrar en él.
El Reino de Dios no es solo una nueva situación social, es más que eso. Es una aceptación del señorío de Dios y también es permitir que el Señor reine sobre las personas, la familia, el trabajo y las estructuras. Únicamente con Jesús es posible la conversión, el cambio de vida y, por ende, que el mundo se humanice. Pero para que eso acontezca, el hombre debe querer convertirse y despojarse de todo orgullo y soberbia. Sin duda que, al igual que los discípulos, somos llamados no solo a disfrutar de las bondades del Reino sino también a comprometernos y trabajar por él.
“Jesús recorría toda la Galilea proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades” (Mt 4, 23)
P. Fredy Peña T.