P. Fredy Peña T., ssp
“Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito” estas palabras de Jesús a Nicodemo resumen el gran acto del amor de Dios, ya que, sin merecerlo, nos entregó lo más amado: su Hijo. No obstante, “la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz…“. Lástima que aún no seamos conscientes verdaderamente de que este amor de Dios es gratuito y desinteresado, hasta dar su propia vida.
Jesús corrige la idea que Nicodemo tiene de él como un maestro más. Él viene del Padre y de una manera única e irrepetible. Nicodemo admira a Jesús por sus obras y prodigios, pero le falta lo más importante: su interés por el Señor ha de estar centrado en su persona y no en sus milagros. ¡Cuántos hoy ponderan la fe en Jesús, siempre y cuando no les suceda algo malo! En efecto, dicen creer mientras no pasen por una enfermedad, desgracia, fracaso o la pérdida de un ser querido. Su amor a Dios está condicionado en términos utilitaristas. Este es el drama que vive la sociedad de hoy, pues aún no entiende la lógica de “la gratuidad del amor de Dios”. No concibe la idea de que el infinito amor de Dios no se rige por el “utilitarismo” reinante o por la “condena” de quienes le cierran su corazón.
Es que Cristo no ha venido para condenar, sino para salvarnos. Quiere ser luz en un mundo obnubilado por el pecado. Entonces, ¿en qué consiste el juicio de Dios? Aquí comienza el dilema de nuestra libertad, porque se elige el mal, la oscuridad, incluso a pesar de desear ardientemente estar en la luz. Sabemos que la verdad es obrar conforme a la revelación de Dios; por lo tanto, como hijos de Dios, no podemos pensar que su juicio será al final de nuestros días, porque este comienza ya en vida, según optemos. Dónde nos ponemos: ¿En la luz o en las tinieblas? ¿En la vida o la muerte?
“El que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios” (Jn 3, 21).
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