Después de haber exhortado a sus discípulos para que practiquen las obras de caridad, Jesús reafirma que la norma para estas se sustenta en la Escritura, concretamente en la Torá y sus preceptos, según el espíritu de Dios. En efecto, la Palabra de Dios ha sido dada a Israel para que conozca el camino de la justicia y esa riqueza no sea ignorada por los discípulos; por tanto, ha de ser interpretada correctamente para captar su sentido más insignificante.
Jesús acusa a los escribas y fariseos de anular, según sus tradiciones, el sentido último de la Palabra de Dios como también de no practicar y observar lo que enseñan. Por eso, instruye a sus discípulos en “la práctica de la justicia y las buenas obras” y sean mejores que ellos. Es decir, debe realizarse con una observancia sincera y coherente con la Ley del Sinaí, y de acuerdo con el espíritu de las Bienaventuranzas. Cuando el Señor insiste que debe primar el espíritu de la Torá por sobre la letra misma, quiere reafirmar que la moral cristiana no se limita a la observancia ritualista y legalista únicamente, sino a una conducta ética que va más allá. La vida cristiana ha de ser apertura al Espíritu Santo como una respuesta amorosa al don de Dios.
Sin embargo, en esa “apertura al Espíritu Santo”, Jesús nos enseña e insta a apreciar el amor que supera toda acción, pensamiento y venganza que pueda conducir al homicidio; valorar la fidelidad conyugal y rechazar el mal deseo y todo adulterio del corazón; excluir todo perjurio vano para reconocer la palabra empeñada y vivir en la libertad de los hijos de Dios. Alguien puede argüir que cumple con estas enseñanzas y no hace mal a nadie, pero lo de Jesús va más allá de lo que está prohibido o mandado. Pretender ser fieles en la caridad sin confrontarnos con el amor de Dios es quedarse en el antiguo contexto legalista contra el que luchó el propio Jesús.
“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20).
P. Fredy Peña T., ssp