La última visita de Jesús a una sinagoga está marcada por la admiración de sus oyentes; no obstante, eso no bastó para afianzar la fe en él, sino que confirmó el rechazo a su persona. En las sinagogas de aquel tiempo cualquier hombre adulto podía leer e inter- pretar las Escrituras; sin embargo, esa facultad solo era monopolio de los doctores de la Ley y de los fariseos. El pueblo estaba obligado a escuchar y a preguntar a ellos lo que era cierto o errado. Ellos tenían la respuesta para todo.
Los habitantes de Nazareth, en su asombro, formulan cuestionamientos a Jesús. La primera serie de preguntas gira en torno a lo que han experimentado y la segunda apela a la memoria de Jesús, su origen y familia. ¿De dónde le viene ese poder? ¿No es este hombre el carpintero, el hijo de María…? Es una pregunta desmoralizante y viciada, pues en aquella cultura, cuando se buscaba despreciar a alguien, bastaba con sustituir el nombre del padre por el de la madre. Los paisanos de Jesús no descubrieron en él nada extraordinario que pudiese catalogarlo como el Mesías de Dios; al contrario, lo consideraron como uno más. Y lo mismo acontece hoy con quienes piensan y actúan como los contemporáneos de Jesús: no creen en Jesús porque lo ven como un hombre del pueblo, el hijo de una mujer común como María, que no frecuentó ninguna universidad y que viene de Nazaret, un lugar insignificante.
El escándalo de la encarnación continúa siendo esa espina en la garganta de muchas personas e incluso cristianos, que aún no “creen” en la capacidad de realizar milagros de Jesús. Allí donde falta la fe, es difícil que Jesús obre portentos. No porque no tenga el poder, sino porque el terreno no es receptivo. Él no cura a nadie que no se abra a él a través de la fe.
“Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa” (Mc 6, 4).
P. Freddy Peña T., ssp