La Ascensión de Jesús es una instancia más del único Misterio pascual de su muerte y su resurrección, y manifiesta la glorificación de su dimensión humana. No se quiere decir que subió a los cielos en el sentido literal del término, porque Dios no vive en los espacios siderales más allá de las nubes, sino que fue “exaltado” como Señor junto a la gloria del Padre. En efecto, es un modo de ejemplificar, primero, su ausencia física en el mundo y, segundo, su elevación y señorío divino sobre todo lo mundano.
Con la Ascensión se inaugura el reinado del Hijo de Dios, quien media por su Iglesia, envía el Espíritu Santo y nos promete su Segunda venida. Si la Ascensión es “despedida”, es decir, fin del tiempo pascual, también es “elevación” y “promesa”, porque entre la Ascensión y el retorno del Señor se configura el tiempo de la Iglesia, del discipulado, de la misión y del ministerio eclesial. Sin duda que como creyentes somos infinitamente afortunados, porque aspiramos también a esa “elevación” o “vida eterna”.
Pero hablar de vida eterna, de cielo y de la esperanza celestial, en estos tiempos, es visto como alienación e incluso ya ni se cree. No obstante, hablar de “cielo” sin compromiso cristiano eso sí es alienación. Porque la vocación cristiana aspira a la santidad y a la vida eterna.
Si bien la Ascensión es signo del triunfo de Jesús también implica su mandato misionero. Somos invitados a no quedarnos, con nuestra mirada en el cielo, sino a continuar la misión de Jesús. Por eso, la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, con su lema: “Ven y los verás…”, nos motiva a entender que, “si no conocemos la verdad, si no encontramos a las personas, si no participamos en sus alegrías y en sus penas, la comunicación es una guía para reconocer lo esencial y comprender verdaderamente el significado de las cosas”.
Fredy Peña Tobar, ssp.
Para complementar tu reflexión personal al Evangelio de este domingo: