Cuesta asimilar la entrada de un rey en un asno y que a pesar de ello se le aclame con vítores y palmas de una forma triunfalista. Pero la aclamación del ¡Hosanna!, es decir, “salud” o “sálvanos”, confirmó las palabras del profeta Zacarías: “Mira que tu rey viene hacia ti…”. Hay un valor demostrativo y significativo en este gesto. Jesús, al ingresar a Jerusalén cabalgando, no lo hace como un peregrino, y tampoco como un maestro o curandero, sino como el Rey prometido que anunciaron los ángeles a los pastores. No viene como un conquistador ni como un rey belicoso con sus tropas, sino totalmente humilde y pacifico. Él no quiere honores ni poderes exteriores, solo trae consigo el valor de su propia persona y nada más; por lo tanto, no busca subyugar ni dominar a nadie. Solo quiere donar su amor sin ningún otro interés más que el bien del hombre.
Jesús es Mesías Rey y su realeza se diferencia de otras porque se aleja de los círculos de poder y de quienes abusan de la autoridad. Él está al servicio de los discriminados o condenados que la sociedad juzga fuera de la ley, o deliberadamente. Esta expectativa en los tiempos de Jesús era signo de esperanza y lo es también hoy para el mundo creyente, porque cree que él es el bendito y el enviado de Dios.
Frente a las mezquindades humanas, Jesús aparece con humildad y acepta voluntariamente la pasión y la crucifixión. En la paradoja de ser cristianos, muchos se jactan de serlo, pero son pocos los que desean cargar con algún sufrimiento y lo que es peor, culpan a Dios por ello. Jesús es el amor misericordioso de Dios, el cual quiere llevarnos a la fe en él aun en las dificultades. Quien espere algo diverso se equivoca, puesto que tendrá que hacer de él una interpretación distinta, si no acabará alejándose desilusionado.
“A los pobres los tienen siempre con ustedes y pueden hacerles bien cuando quieran, pero a mí no me tendrán siempre…” Mc 14, 7.
P. Fredy Peña T., ssp.