Jesús deja Galilea para dirigirse hacia el norte, hacia el territorio pagano de Cesarea de Filipo, y desde allí emprender rumbo a Jerusalén. En la previa de este viaje, pregunta a sus discípulos cuál es la opinión de la gente acerca de su identidad y luego qué piensan ellos de él. El pueblo lo compara con Juan Bautista, con Elías o lo ve como un profeta más. De esta respuesta se pasa a la de los discípulos, representados por Pedro: “Tú eres el Mesías”; es decir, eres el maestro, profeta, con poder y ungido por el Espíritu Santo. Pero su mesianismo aún no se materializará sino hasta el momento de la cruz y la resurrección.
El mesianismo de Jesús está marcado por el conflicto con los poderosos de su tiempo, es decir, con la clase dirigente: sumos sacerdotes (dueños del poder religioso y político en su mayoría del partido de los saduceos), los ancianos (latifundistas, tradicionalistas) y los doctores de la ley (miembros del sanedrín). Las enseñanzas y prácticas de Jesús chocan con los intereses de estos poderosos, que a la posteridad lo llevarán a la muerte. En este sentido, Pedro no admite el sufrimiento ni menos que Jesús vaya a morir. No obstante, Jesús quiere que sus discípulos acepten el sufrimiento y la muerte como condición básica para su seguimiento. Sin duda que siempre existe en un rincón del corazón la tentación de que el Mesías sea según nuestra imagen y semejanza y no al revés: nosotros convertirnos en imagen y semejanza del Señor.
Tres son las condiciones para ser discípulos de Jesús: renunciar a sí mismos, tomar la cruz y seguirlo. Esto implica romper con todo egoísmo y estructuras de poder; aceptar la persecución y el rechazo por no ir donde todos van; asumir ser marginado, aceptando todas las hostilidades por su causa: “el que pierda la vida por mí, la salvará”.
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 35).
P. Fredy Peña T., ssp