El relato evangélico interpreta el nacimiento de Jesús a la luz de la antigua profecía de Isaías (7, 14), pues la encarnación del Hijo de Dios en el seno de María se materializa por medio de una concepción virginal, sobrenatural: “es obra del Espíritu Santo”. En el ámbito bíblico, la identidad de una persona queda establecida cuando se sabe quién es el padre. Si bien José no engendró a Jesús, pero fue padre por adopción, es el Ángel quien disipa las dudas de José y le pide, como padre adoptivo, poner el nombre al Niño: “Ella dará a luz un Hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús”.
José era un hombre “justo”, es decir, un creyente piadoso y fiel a la Palabra de Dios. Él no quiere repudiar a María, difamándola, pero la situación en sí lo desconcierta por completo, sobre todo ante el misterio que intuye. Recordemos que el matrimonio judío era celebrado en dos etapas: el contrato y la cohabitación. Entre ambos transcurría un tiempo que solía durar hasta un año. El contrato se concretizaba a partir de los doce años de la joven, por tanto el intervalo daba tiempo para que los comprometidos se conocieran y la joven alcanzara la adultez.
Probablemente José y María vivieron estas etapas de conocimiento mutuo, donde cada uno tuvo que descubrir cuál era su vocación a la luz del misterio de Dios. Mientras que José se convirtió en la figura silenciosa y operativa del Adviento, María respondió: “He aquí la esclava del Señor”. Sin duda que José es un modelo de fe, porque si hubiese sido un racionalista se habría divorciado de María o si hubiese sido un legalista la habría apedreado, pero como hombre “justo” y contemplativo, discierne los misterios de Dios. ¡Cuánto debemos aprender de José! Una vez descubierta su vocación se dedicó, en cuerpo y alma, a proteger, velar y amar al Niño Dios y a su Madre.
“José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo” (Mt 1, 20).
P. Fredy Peña Tobar, ssp
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