Una vez más queda reflejado que Jesús actúa por medio de sus gestos y palabras. Su acción sanadora es un signo de su poder divino y en él se abre camino la soberanía de Dios. La sanación de un hombre poseído por un espíritu inmundo confirma ese poder. No obstante, para los rabinos judíos la sinagoga era el lugar donde reflexionar la Palabra de Dios. Consideraban que un buen maestro tenía autoridad si se destacaba por sus enseñanzas, pero citando a autores antiguos, ya que la “tradición” era garantía de veracidad.
Jesús, en cambio, no se apoya en lo que dicen o hacen otros. Ni tampoco posee un título que avale lo que enseña, sino que dice: “Han oído que se dijo… pero yo les digo”. Su doctrina es nueva porque, al mismo tiempo que enseña, libera. Esta es la diferencia con la enseñanza de los doctores de la Ley. Jesús, cuando sana al endemoniado, lo toma en serio, lo pone en el centro de la atención y lo dignifica como persona. Los “endemoniados” eran identificados con potencias espirituales positivas o fuerzas maléficas que poseían a las personas y provocaban enfermedades internas: mudez, crisis epilépticas, locura o cuadros de pánicos. Por eso que en los evangelios los posesos no son descritos como hombres moralmente malos sino más bien como víctimas indefensas e involuntarias.
En la sociedad encontramos que hay personas atribuladas, que no pueden ser felices porque alguien o algo se los impide. Sabemos que los espíritus inmundos actuales son reales: violencia bélica, terrorismo, inmoralidad sexual, injusticias sociales, pero al final cada uno opta. Somos conscientes de estas circunstancias, pero en la mayoría de las ocasiones nos ponemos bajo el alero de ese espíritu inmundo, porque no queremos sanar y le cerramos la puerta a Dios.
“¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?… Ya sé quién eres: el Santo de Dios…”.
Mc 1, 24.
P. Fredy Peña T., ssp