La Pascua era la fiesta más importante de Israel, ya que recordaba la liberación del pueblo judío de la esclavitud de Egipto. Durante esta fiesta, Jerusalén era visitada por peregrinos que iban a dar culto a Dios y agradecerle por esta liberación. Pero Jesús no interviene para acrecentar el gozo de la fiesta sino que, en un acto de arrebato, perturba los negocios de los caducados que se habían adueñado del templo. La Pascua había dejado de ser la fiesta del pueblo, que celebra y pone a Dios en primer lugar y se ha convertido en una fiesta de los jefes explotadores que se aprovechan de la devoción de los fieles. Por ejemplo, la ley prohibía el ingreso al templo de monedas paganas, pero los ricos dirigentes burlaban la ley en razón de sus privilegios; y los cambistas hacían el canje de las monedas inflacionarias (a palestinos o extranjeros) por monedas “puras” y por su trabajo cobraban elevados impuestos.
Jesús se encuentra con un comercio de animales para ser ofrecidos como víctimas y cambio de monedas especiales para pagar los impuestos del templo. Su gesto de enfado toca el corazón neurálgico del sistema económico del templo y está en desacuerdo con la noción que tiene de la casa de su Padre. No todo puede tolerarse y también el comercio está sometido a los mandamientos de Dios. Comercio y casa de Dios deben distinguirse y no son una misma cosa. No todo lo que es práctico y rentable es también justo. Pero su malestar es considerado presuntuoso por los judíos y le piden pruebas. Él responde que su muerte y su resurrección son la gran señal: Jesús es el nuevo templo que abole todo sacrificio estéril y reconstruye al hombre como templo vivo. Pero no entendieron lo que Jesús quiso decirles: “antes que todos los edificios de culto, no hay nada más hermoso y sagrado para Dios que el propio ser humano”.
“Jesús les respondió: ‘Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar’” Jn 2, 19.
P. Fredy Peña T., ssp.