Jesús comienza a vivir su Pasión y cerca está de su crucifixión y muerte. Al ser presentado ante el Consejo del Sanedrín padece la afrenta, los ultrajes y el escarnio. Una vez más, se le desacredita y le piden cuenta de su autoridad y de su identidad. El Señor está solo y no tiene a nadie que abogue por él. Es su palabra contra la de las autoridades judías; es más, sus dichos se han vuelto en su contra, al punto que será condenado. Desgraciadamente, este es el destino que corre todo aquel que es coherente con lo que dice ser, porque su discurso tiene un correlato con su conducta y lo que hace.
Al autoproclamarse como Hijo de Dios, Jesús es rechazado por las autoridades religiosas y así encuentran un motivo con qué acusarlo. Pero aquello solo es un falso artilugio para condenar al Señor, ya que su sola presencia molesta. Sus enseñanzas y forma de vida son una amenaza política, social y religiosa. En la vida de fe, también aquellos que quieren ser como Jesús son criticados, ridiculizados, discriminados, porque molestan, no se dejan sobornar, cumplen con su palabra, son críticos de la autoridad y dicen la verdad caiga quien caiga. Este es el itinerario que viven los auténticos discípulos de Jesús porque se toman con responsabilidad el anuncio del Reino. La misma que asumió el propio Jesús y que no tuvo acogida por parte de Pilato, de Herodes ni de las autoridades del Templo.
Aquella “no acogida” se confirma en el juicio a Jesús, ya que no tuvo oportunidad de defenderse. En efecto, ni Pilato ni Herodes hallaron culpa alguna. Sin embargo, la sentencia de muerte fue como una prevaricación, es decir, se otorgó una pena injusta a un inocente. No obstante, Jesús asume su crucifixión y muerte sin violencia. Es más, perdona y pide por la dureza de corazón del hombre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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