Jesús instruye a sus discípulos acerca de lo que le sucederá en Jerusalén: “El Hijo del hombre va a ser entregado… y lo matarán”. Hoy son muchos los que, al igual que Jesús, comparten la desgracia de ser entregados al arbitrio y a la crueldad de sus semejantes. Lamentablemente, los discípulos de Jesús no lograban dimensionar los alcances del anuncio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Estos estaban más preocupados por saber quién era el más importante y quiénes tendrían los puestos de honor. Estas cuestiones nos interpelan hasta nuestros días. ¿Cuántos viven interesados en el éxito, el aplauso y la pleitesía? En su espíritu egocéntrico, tácitamente, esperan el reconocimiento aunque se jacten de no pedirlo.
Jesús no rechaza por principio aspiraciones y esfuerzos; no desea tener seguidores cansados, inactivos; pero indica cuál es el justo fin de estas aspiraciones, es decir, que estas se ajusten a la comunión de vida con él: “El que quiera ser el primero,…”. Este es el único camino hacia el verdadero prestigio y la verdadera grandeza. El que Jesús postula no es aquel servicio forzado, casi del esclavo, o ese otro que se realiza para que te vean. Él propone un servicio de quien se preocupa por los demás no por cumplir sino por caridad cristiana.
Al discípulo de Jesús se le pide practicar ese servicio inclusivo, es decir, no solo a quienes ama, sino también a los que no. Este es el gran problema que tenemos a la hora de practicar la caridad, solo deseamos vivirla con quienes más simpatizamos y nos olvidamos que la grandeza de “servir a Dios” no se mide por el éxito o la fama de lo que hacemos, sino por el valor del servicio prestado. Jesús establece un criterio fundamental para discernir lo que es importante y justo en la vida: la necesidad de servir al más desprovisto o débil, independientemente de quién sea esa persona.
“El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí…” (Mc 9, 37).
P. Fredy Peña T., ssp