Comienza el camino de la cruz para Jesús; pero no solo para él sino que también para sus discípulos. Un camino marcado por la necesidad de ir a Jerusalén, sufrir, morir y resucitar. Jesús asume las consecuencias de enfrentarse con las fuerzas de la injusticia, representadas por los miembros del Sanedrín y el Tribunal Supremo. Quiere sellar una alianza con el hombre, pero una alianza que está lejos de ser un contrato, ya que el contrato obliga por la fuerza de la ley; la alianza con Dios obliga por la fuerza del amor.
La Iglesia es una alianza de amor y a ella esperamos responder no por normas o por un mero cumplir, sino por amor a Jesús. Un amor que Pedro resistió, porque aún no entendía para qué había venido Jesús. Las palabras del Maestro son fuertes: “¡Retírate, Satanás!”. Pedro piensa como los hombres y no como Dios.
Enfrentados a discernir qué es lo mejor para nuestras vidas, casi siempre terminamos haciendo cualquier cosa, menos la voluntad de Dios. El pensar y el actuar al modo de Jesús ya no conviene; entonces, fabricamos un Jesús a imagen y semejanza de nuestros propios intereses.
Configurar la vida como quiere Jesús es tarea solo para valientes. Son pocos los que están dispuestos a renunciar a sí mismos y cargar la cruz… No se trata de dejar de ser lo que somos o de negar los anhelos y metas de cada uno. El discípulo de Jesús no se pertenece; por tanto, pertenece a la familia de Jesús y ha de estar disponible para las urgencias del Reino. Jesús no nos dijo que sería tarea fácil seguirlo, pero sí nos animó.
Nos olvidamos que existe un valor más alto, al que todo lo demás queda subordinado y no es esta vida terrena, sino la unión con Jesús. La búsqueda del cristiano es encontrar la vida donándose. Lo que aún no está asumido es que donar la vida supone arriesgarla.
“… el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.” Mt 16, 25.
P. Fredy Peña T., ssp