A través de la parábola de la vid y de los sarmientos, Jesús revela que sus discípulos dependen por completo de la unión con él. Cualquier intento de obtener algún resultado prescindiendo de él, termina en un fracaso. El símbolo de la vid era característico para designar a Israel; tanto así, que en el frontispicio del Templo de Jerusalén había una vid de oro con racimos, según varios autores judíos y romanos.
Jesús al señalar que él es la vid verdadera y su padre el viñador, sustenta y mantiene unidos los sarmientos. La obtención de los buenos frutos dependerá de la unión de los discípulos con él. Como sarmientos unidos a la vid, surge la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos dar testimonio de Jesús y contagiar a otros si no creemos en él?
Cuando Jesús dice Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes, nos ofrece la clave para entender que en la medida que estemos unidos a él por el amor, entonces “sí” podremos vivir en comunión y sintonía con su proyecto de vida. El evangelio no nos habla de amor sino de permanecer; sin embargo, la metáfora vid-ramos se alimenta recíprocamente por la savia. Lo mismo sucede con la comunidad cristiana: por medio del amor se une a Jesús. En efecto, ¿qué es lo que más deseamos cuando amamos a alguien? Casi siempre se buscan dos cosas: estar siempre con la persona amada y que esa promesa de amor no muera, buscando siempre el bien del otro.
Por tanto, el criterio para saber si la comunidad permanece o no en Cristo son los frutos de amor. El discípulo de Jesús debe estar dispuesto constantemente a la poda, es decir, a la santificación, pues ha de madurar todo aquello que impide a la unión y la disponibilidad para servir con la mayor libertad de espíritu por amor al Señor.
“El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto…” Jn 15, 5.
P. Fredy Peña T., ssp