Jesús se muestra como el novio de una fiesta de bodas. La novia esperaba en su casa al novio, pero no tenía una hora fija para regresar. En la parábola, el novio se presenta a una hora inusitada y mientras tanto hay que “vigilar”. En esa vigilia, lo esencial de la espera no estaba en que las vírgenes estuvieran despiertas, sino en que sus lámparas tuvieran el aceite necesario para iluminar la llegada del novio.
Según la enseñanza rabínica, el aceite es símbolo de las acciones de justicia, que vamos acumulando de acuerdo con el comportamiento de los hijos de Dios. Así nos jugamos la entrada a la vida con Dios, que puede ser alcanzada por la sensatez, pero también ser perdida por la estupidez.
Con la parábola de las vírgenes prudentes, Jesús ejemplifica cómo se ha de plasmar una vida coherente con su persona; en cambio, con las vírgenes necias, muestra otra totalmente desarraigada de los criterios del Evangelio como: faltar a la verdad, fingir afecto, perpetuar el ego, hacer lo que quiero, etcétera. Es en esta actitud de vida que nos decidimos por el Reino de Dios y vamos descubriendo qué es tener buen juicio, como también no tenerlo. El buen juicio o la locura dependen de la conciencia que tengamos de la justicia de Dios y su práctica.
La segunda venida de Jesús no significa que debamos estar siempre vigilantes y tensos, pensando cuándo vendrá. Al igual que las vírgenes necias, no basta que nos interesemos por él solo cuando nos conviene. A Dios debemos darnos con todo el corazón y ser solícitos a su voluntad. Vivimos un tiempo de espera donde vamos llenando nuestras lámparas, con el aceite del amor, para que la muerte ?corona de nuestra vida? nos introduzca en la fiesta de bodas que no termina.
“Las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta”. Mt 25, 10.
P. Fredy Peña T., ssp