Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús son el itinerario de un plan de vida, pero no de cualquier forma de vida, sino de una que funciona de acuerdo con los criterios del Reino de Dios. El evangelista Lucas sintetiza las bienaventuranzas en cuatro aspectos: la pobreza, el hambre, la tristeza y la persecución. Por eso, cuando Jesús declara bienaventurados a los pobres, no significa que estos deben sentirse felices por su situación, sino porque esa indigencia que disgusta a Dios debe desaparecer con el advenimiento del Reino.
Hoy se rinde un culto casi idolátrico al dinero y, lo que es más grave, se ha globalizado la indiferencia. A mí ¡qué me importa lo que les pasa a otros mientras yo coma, me vista y tenga! La pobreza, la discriminación y el hambre deben desaparecer, pero no de un modo mágico, sino como fruto del compromiso de todos en lo que Jesús proclama como el “año de gracia”: alcanzar la nivelación social a causa de perdonar las deudas o de la recuperación de los bienes empeñados.
Toda forma precaria de existencia genera tristeza e impotencia ante una realidad cruel para quien tiene menos, pero el Señor propone la lucha y el esfuerzo por alcanzar este nuevo orden. Enarbolar las banderas de la paz, del diálogo y el consenso con los que aún creen que los bienes materiales, culturales y espirituales son de unos pocos por pertenecer a una élite, no es tarea fácil. Por eso el creyente debe estar preparado, porque siempre se paga un precio por ser coherente. Los cristianos, con las bienaventuranzas, tenemos algo muy lindo, una guía de acción, vayamos con tenacidad, pero sin fanatismo. Con pasión, pero sin violencia. Construyamos el Reino de Dios, buscando siempre resolver las tensiones para alcanzar un plano superior de unidad, de paz y de justicia.
¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo! (Lc 6, 23).
Fredy Peña Tobar, ssp.