Jesús no busca ignorar las tradiciones de su pueblo, sino combatir el concepto legalista acerca de lo puro e impuro de su época. Las autoridades religiosas lo critican porque aducen que es infiel a la Tradición. Pero el Señor denuncia la evidente manipulación de la Palabra de Dios: Este pueblo me honra con los labios, pero… En los tiempos de Jesús, la misión de la Torah era ser guía para el israelita en su encuentro con Dios. Sin embargo, Jesús denuncia que se confunde esa normativa liberadora con traiciones puramente humanas de los maestros de la Ley y fariseos que terminan esclavizando y matando el espíritu de la propia Ley.
Cuando Jesús enseña acerca de lo puro e impuro, no lo hace en sentido ritual sino moral y personal, apelando a la conciencia del hombre ante Dios. Además, responde a las críticas basándose en la tradición profética que condenaba la hipocresía del culto sin justicia y de creyentes de la Palabra pero sin coherencia de vida (Cf. Is 1, 10-18; Jer 7, 1-28). Por eso el Señor insiste en que la impureza no es un problema del cuerpo sino del corazón. Es una cuestión del interior, que a menudo manifiesta una hipocresía cultural o un culto vacío, porque se esconde lo que se piensa y se siente.
Para amar a Dios en espíritu y en verdad se necesita un corazón limpio. Pero a veces, como creyentes estamos más preocupados en tener el agua bendita, en realizar tal o cual peregrinación, en no olvidar el rosario o las meditaciones diarias, cosas buenas todas, pero que si no tienen incidencia en la vida solo esconden el fariseo que llevamos dentro. Por eso una fidelidad a Dios no puede contentarse con unas cuantas observancias externas, ya que de nada sirven si en nuestra vida cotidiana no damos claros ejemplos del amor a Dios y de una auténtica conversión.
“Luego agregó: «Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro…»” (Mc 7, 20).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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