Jesús expone, una vez más, los desafíos y los obstáculos como consecuencia de su seguimiento. Su itinerario a Jerusalén refleja el camino de la comunidad cristiana, con sus crisis y la búsqueda de solución a sus dificultades por la práctica de la caridad. Sabemos que en la instauración del Reino por una sociedad más justa y fraterna nadie está exento de perder la fe y de asumir actitudes contrarias al evangelio.
Sin embargo, el Señor enseña a sus discípulos y depura lo que significa el don de la fe. Quiere que estos se comprometan a un cambio radical de sus vidas y alcancen una fe verdadera, fiel y que acoja sin fisuras su predicación. Por eso, si hay algo que debe ocuparnos más que preocuparnos es cómo mejoramos nuestra relación con Dios. Así, sus palabras ayudan a resarcirnos de concepciones simplistas de la fe, ya que no es solamente creer lo que no se ve. Es decir, la fe no se reduce únicamente a meros elementos de religiosidad, sentimientos, ritos y promesas. Tampoco es un contrato –“yo te doy, tú me das”– porque, de acuerdo con la palabra de Jesús, la fe es saber quién es nuestro Señor y ponernos totalmente en sus manos. En efecto, el mayor milagro de la fe no consiste en trasladar montañas, sino en reproducir la vida de Dios en la propia persona.
Por eso, Jesús insiste en que la fe no es una cuestión de cantidad sino de cualidad. Además, por el solo hecho de creer no nos hace acreedores de compensaciones. El auténtico discípulo de Jesús no exige nada a cambio, porque sabe cuál es su deber: “servir”. San Pablo lo entendió bien al predicar el evangelio gratuitamente: “¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!” (cf. 1Cor 9). En ese sentido, las palabras de san Bernardo son una motivación para nuestra fe y sus frutos: “El verdadero amor no vive para la recompensa, pero no se quedará sin ella”.
“Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (Lc 17, 10).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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