P. Fredy Peña T., ssp
Jesús es criticado por las autoridades religiosas judías y lo califican de infiel por no respetar la Tradición. Pero, el Señor los recrimina, diciéndoles que no todo lo que se enseña en nombre de la Tradición pertenece a la voluntad de Dios. Él no pretende ignorar las tradiciones de su pueblo, sino que busca combatir el concepto legalista de la pureza, que discrimina y excluye a los enfermos, los pobres, las mujeres y a los paganos.
El Señor corrige la manipulación que se hace de la Palabra de Dios, ya que lo buscan para honrarlo, con palabras hermosas, pero su corazón está lejos del espíritu de Dios. Porque la misión de la Torá es ser guía del israelita en su encuentro con el Señor, pero lastimosamente se confunde la normativa liberadora de la ley con tradiciones puramente humanas, que terminan matando el espíritu de esta. Por esta razón, cuando Jesús se refiere a lo puro e impuro, no lo hace en sentido ritual, sino moral y personal; en pocas palabras, en la conciencia del hombre ante Dios.
Por tanto, ¿en qué consiste la felicidad que sale de un corazón puro? Los males que hacen al hombre impuro tienen que ver más con su interior. Jesús declara que son el corazón y las acciones del ser humano lo que hace que algo sea bueno o malo a los ojos de Dios. Por eso, el creyente ha de descubrir lo que puede “contaminar” su corazón, formarse una conciencia recta y sensible, capaz de “discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno y lo que le agrada”.
En las Bienaventuranzas, Jesús nos dice: “Felices los que tienen un corazón puro, porque ellos verán a Dios”. En efecto, lo que nos hace impuros no es el contacto con un enfermo contagioso, cadáver o un animal inmundo, sino el pecado que podamos hacer. Por eso, para evitar un culto vacío, hemos de acentuar el amor y la fidelidad a Dios, haciendo lo que él nos pide, como dignos hijos suyos.
“Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre” (Mc 7, 15).