La Transfiguración del Señor es camino de preparación y toma de conciencia acerca de su propia muerte liberadora. En él se revela la plenitud del proyecto de Dios, que siempre quiere el bien para sus hijos. Este acontecimiento guarda estrecha relación con la Escritura y el plan salvífico del Padre. Así, la presencia de Moisés y de Elías representan la Ley y los Profetas, puesto que atestiguan y confirman la misión de Jesús.
Dice el relato que una “nube” envolvió a los discípulos de Jesús y quedaron como extasiados, pues no querían que ese momento terminara. Al igual que los discípulos, como personas de fe, anhelamos quedarnos en la nube. En efecto, el permanecer en ella resulta más cómodo, fácil y sin sufrimiento alguno. Pero Jesús necesita personas valientes que no solo permanezcan en la “nube”, sino que bajen del monte y realicen con él un camino de virtud y de conversión.
A través del cambio de vida, el Padre pide que “escuchen a su Hijo, amado”. Pero en una sociedad como la nuestra, donde la ética cristiana no tiene cabida, ejercitar la virtud suena anticuado y hasta anacrónico. Es más fácil pensar que Dios no existe y que no posee nada nuevo para conmover y sorprender al hombre. Jesús hizo un camino de esfuerzo denodado y de sacrificio constante, que para el creyente implica discernir, respetar y plasmar con su conducta.
Sin embargo, ese “transitar” está disponible para personas que se atreven a amar de verdad. Por eso es comprensible la perplejidad de los discípulos, porque estar con Jesús siempre es bueno, pero es necesario “despertar” a la realidad. La fe en Cristo no nos garantiza la ausencia de problemas o dificultades, pero sí nos capacita para ver la vida con los ojos de Dios, para escuchar al Hijo amado y saber qué hacer tanto en los momentos de luz como de oscuridad.
«Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9, 33).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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